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lunes, 6 de febrero de 2012

Los sabores de mi infancia


La última semana las conversaciones, críticas y más airados reclamos giraron alrededor de lo escrito por Iván Thays en su blog del Diario El País de España, respecto a lo indigesta y poco saludable de la comida peruana.  De lo que menos tengo ganas es de comentar más de lo que ya se ha comentado al respecto. Que cada quien coma con total libertad lo que quiera, como quiera, cuando y cuanto quiera.
Todo este quilombo me hizo recordar que, en mi caso particular, la comida ocupó siempre un lugar más que importante, sobre todo en los recuerdos de mi infancia. Desde la preparada en casa por mi mamá, pasando por la de mis abuelas y mis tías hasta aquellos lugares memorables a los que, ellos o mis hermanas, me llevaban, muchos de los cuales hoy no existen más.  Quisiera hablar de esos lugares.
Mis más añejos recuerdos datan de la década de los años 70 cuando mis papás me llevaban a dos de mis lugares favoritos, el primero, en la playa La Herradura: el Restaurant El Suizo, donde siempre pedía mis panqueques con manjar blanco y dos bolas de helado y el segundo, el Restaurant El Ruiseñor, que quedaba, pasando la subida y el túnel de La Herradura al final de la Av. José Olaya, justo en el paradero final del tranvía, en Chorrillos (ese dato lo sé por mi mamá porque yo no conocí el tranvía).  En el cocinaba un negra con unas manos divinas cuya carta constaba solo de tres o cuatro platos entre los que destacaban los frejoles con seco, mis favoritos.
Respetando la antigüedad de mis recuerdos está el Mac Tambo, fast food de aquellos tiempos con todo el look de fuente de soda americana con barra y asientos redondos, que quedaba en la Av. Comandante Espinar, Miraflores, donde me llevaba mi mamá los últimos viernes de cada mes a comer los espectaculares Hot Dog gigantes que ahí vendían y que venían insertos en un palito tipo anticucho, para mí, un vicio. Recuerdo que una vez, años después fuimos a buscarlo pero lamentablemente ya no existía, una verdadera lástima.
Otro de los lugares donde me llevaban mis papás era el Restaurant Roxy en Diagonal - Miraflores donde comí, muchas veces sus famosos y deliciosos Fetuchinis a lo Alfredo. Cabe mencionar que tuve la suerte de conocer estos lugares porque mi papá, que en paz descanse, era un comelón consagrado que gustaba de la buena y abundante comida tratando, imagino yo, de buscar los sabores que le recordaran la comida que preparaba su mamá -mi mamama Ángela- quien tenía una mano divina para cuanta cosa, dulce o salada, decidiera preparar.   
Sería imposible hacer un recuento de mis sabores de infancia si no hago mención al Restaurant El Rancho, donde no solo se realizaban todos los cumpleaños habidos y por haber de amigos del colegio, primos y vecinos donde te divertías sin parar en las camas elásticas, el golfito o las máquinas de pinball del comedor principal sino que también se comían unos pollos simplemente increíbles.  El Rancho ha sido parte de mi vida porque mi hermana mayor trabajó ahí como anfitriona y muchos años después una de sus hijas también.  Siempre con Don Isidoro Steinmann a la cabeza.

En el año 1,983 mi mamá viaja, enviada por la OIT a Argentina y, para variar, se convirtió en un verdadero drama de lágrimas para mí.  Tratando de consolarme y hacer que olvidara su ausencia y dejara de llorar viendo su foto, mi hermana y mi cuñado, que recién se habían casado en el 82,  me llevaron a comer mi primera hamburguesa en un “Cheffer” que quedaba en la puerta de la Clínica Americana en San Isidro (entiendo que habían otros) que no era otra cosa que un carrito sanguchero de acero inoxidable, impecable, donde vendían sanguches de pollo, hamburguesas con papas al hilo deliciosas y por supuesto, unos brownies de chuparse los dedos. De más está decir que, a partir de ese descubrimiento, lloré bastante más de lo normal durante los dos meses que mi mamá estuvo fuera del país.

Otro lugar inolvidable para mí es “La Casita” en la calle Schell en Miraflores, a donde íbamos también con frecuencia mi mamá y yo en busca de su increíble salchipapas con salsa tártara, la mejor que he comido. La suerte era que, al costadito, quedaba el “Palachinke” donde servían todos los panqueques habidos y por haber y donde me esforzaba por terminar luego del salchipapas de rigor.  Es obvio que hablar de salchipapas es hablar también del Tip -Top de la Av. Arenales cuyos milk shake y helados de máquina son mis favoritos hasta hoy.      

Otro hueco donde mi papá me llevaba, cuando íbamos caminando a dejar sus genio grama gigante a El Comercio o a dejar o recoger sus anteojos en la Óptica Científica era “Papa Loca” que quedaba en la esquina de Jr. Lampa en Lima, frente al Paseo de los Héroes.  Era un restaurant del corte fast food basado en papas rellenas con distintos ingredientes acompañadas de todas las salsas.  Nunca estaba de más que mi viejo dijera: “no le digas a tu mamá que hemos comido”, primero porque sino ya no nos daban almuerzo y segundo porque mi mamá se enojaba diciendo según ella, que comíamos mucho. 

Quiero hacer una mención muy especial a un huarique que conozco desde los años ochenta, el Restaurant Don Bosco, ese mismo que Gastón Acurio convirtió en más famoso de lo que ya era. Habitante de Jesús María o alrededores que se respetara, había comido alguno de sus platos, los mismos que existen hasta hoy.  Yo llegué a vivir a Jesús María en enero de 1,978 y a mediados de 1,983, con 13 años fui, por primera vez, con una mancha de mis amigos y amigas de la cuadra 10 de Arnaldo Márquez a comer arroz chaufa, servido en un plato inmenso que más parecía fuente y de donde fácilmente podían comer hasta tres personas.  Es oportuno mencionar que en la época del “desarrollo” se desató, en todos nosotros un apetito voraz de manera que no, el plato era personal e intransferible.

Cuantos otros lugares deliciosos y memorables como el Cherry´s, el Manolo, el Oh Que Bueno, las heladerías Alpha y Lamborghini, el Davory, el Cortijo, el Pollón y seguro tantos otros que, por distintas razones, se me deben haber escapado. Todos ellos me trasportan a los mejores momentos de mi vida, mi infancia, llena de juegos, anécdotas, travesuras, yesos y por supuesto, deliciosa comida que, sana o no, fui feliz comiendo.






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